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En marzo de este año, el presidente Barack Obama visitó el muy popular programa de TV The Tonight Show conducido por Jay Leno. Era la primera vez que asistía a un “talk show” de este tipo luego de su inauguración como presidente de Estados Unidos, de manera que las expectativas eran altas.
Al responder una pregunta de Leno sobre si había mejorado su juego de bowling, ahora que practicaba en la cancha de la Casa Blanca, Obama dijo sonriente que su estilo era “como de Olimpíadas Especiales”. El comentario causó indignación a todo lo largo y ancho de los Estados Unidos. ¿Cómo podía Obama, recién encargado y en el pico de su popularidad, ser tan insensible al usar un símil tan desafortunado? ¿Cómo era posible que un hombre que había sido tan comedido al hacer cualquier declaración podía tener un desliz semejante? ¿Era ésta la respuesta de alguien que había dado tantas muestras de poseer una inteligencia superlativa?
El Presidente, con humildad, y antes de que los medios se lo descargaran como en efecto lo hicieron, desde su avión, el Air Force 1, en el que regresaba a Washington al terminar la entrevista con Leno, llamó por teléfono y se disculpó públicamente ante Tim Shriver, presidente de las Olimpíadas Especiales, e invitó a varios de los bolicheros a jugar con él en la Casa Blanca. A pesar de esto, el daño quedó.
Siete meses después tuvimos la muestra viviente de que nadie escarmienta en cabeza ajena. Aquí mismo, en Venezuela: Hugo Chávez, para insultar a Gabriel Silva, el ministro de la Defensa colombiano, lo llamó “retrasado mental”. “Por lo menos es retardado mental”, dijo en su programa Aló, Presidente.
¿Por lo menos, señor Presidente?…
Durante años luché denodadamente porque mis alumnos no se descalificaran llamándose “mongólicos”, como en ocasiones lo hacían cuando alguno cometía un error.
“¿Cómo crees que se sentiría la mamá de un muchacho con Síndrome de Down si te oyera”?, les preguntaba. Un silencio sepulcral seguía a la pregunta. Muy pocos reincidían en el error. Y cuando lo hacían, inmediatamente me miraban, rectificaban y decían “perdón”.
Bueno, eso es lo que ha hecho Obama. Chávez no. Chávez corrigió su afirmación: “No, no es retardado; él sabe lo que hace; está siguiendo instrucciones del imperio”. Pero como se ve claramente no retiró la ofensa, sino que la intensificó. Cambió la supuesta desventaja mental por una moral, la de ser “esclavo” o “lacayo” del imperio. Si de todos modos la intención era insultarlo, ¿para qué entonces lo llamó “retardado”?
Hace poco, en un evento de Eureka del que fui jurado, unos jóvenes participantes que competían con un programa para discapacitados, y por el que mostré particular atención pues soy madre de una niña especial, me corrigieron:
“No se dice discapacitado, señora. Se dice “persona con discapacidad”, porque si usted dice solamente “discapacitado”, los está minimizando”.
“Soy mamá de una joven discapacitada, sé perfectamente lo que eso significa, porque lo he sufrido en carne propia”, les dije.
Pero ellos insistieron en que no debía decirlo así. Me hablaron del esfuerzo que en ese sentido habían hecho quienes redactaron la Ley sobre Personas con Discapacidad, el personal del Conapdis y del Centro de Formación Profesional Socialista para Personas con Discapacidad (Cefprodisc). Me pregunto si habrán escuchado al presidente y qué pensarán de su calificativo.
Señor Presidente, ¿sabe a cuántas personas hirió usted con esa alusión? ¿Sabe usted cuánta irresponsabilidad está implícita en ese tratamiento despectivo hacia quienes padecen de una desventaja sin tener la menor culpa?
El que mucho habla, mucho yerra. El que mucho insulta, peor. Cuando Chávez insulta a quienes se pueden defender, importa menos. Pero cuando usa un símil que minimiza aún más a unos indefensos, llena de indignación. Ver, oír y callar, reza un sabio dicho: señor Presidente… ¡ya basta
Carolina Jaimes Branger
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